jueves, 17 de julio de 2008

Capítulo I

( 8 Tiempo pequeño. Bebe )
I

El reloj del andén avisaba la llegada de la medianoche. El servicio de metro estaba en sus últimos momentos de funcionamiento de la jornada. Las pantallas anunciaban que el próximo tren llegaría en un par de minutos, mientras que el andén contrario recibía en soledad una nueva fila de vagones. Se podía distinguir perfectamente el eco de las carcajadas de unos jóvenes que salían de fiesta aquella noche de un invierno tardío.
Habían pasado ya varios pares de minutos y la impaciencia de los pocos que esperaban se iba agotando. Tal era el ambiente que hasta parecía que las goteras de los siniestros corredores nocturnos del metro lloraban con mayor melancolía.
Fue en aquél momento en el que una voz anunciaba por megafonía una inundación en remotos intervalos de aquella línea de color azul. Por este motivo, los gritos y quejas de los presentes irrumpieron el silencio dormido del servicio de metro nocturno.
Aquellas personas fueron abandonando el frío andén poco a poco con frustración, hasta el punto de insultar a los inocentes encargados de la venta de billetes, a medida que se acercaban a los torniquetes de la estación.
Fuera, en la calle, una manta de nubes grises protegía la ciudad del cielo estrellado. La torre metálica no se podía distinguir por la espesa niebla y la lluvia había convertido las calzadas, en pequeños mares a esquivar con ágiles saltos.
Los tejados de pizarra iban escurriendo la tormenta hacia las fachadas, que éstas, a su vez, no eran capaces de aguantar y optaban por dejarla caer libremente sobre las aceras.
Era tan tarde que los parques estaban cerrados y únicamente habitado en esos momentos por la juventud clandestina y algún pobre cuya vida no le sonrió alegremente.
La gente que había sido traicionada por el servicio de transporte público nocturno, ascendía las escaleras de la boca de metro a toda velocidad cubriéndose bajo sus abrigos, chaquetas o cualquier cosa que les pudiera servir. Había incluso una chica rubia que protegió sus bellos mechones con periódicos gratuitos, o una mujer de color inmigrante que tapó a su bebé de pocos meses en su gabardina quedándose ella expuesta al frío helado de aquél diluvio digno de capítulos bíblicos.
Entre la multitud exaltada había una figura masculina. Su estatura era en gran parte elevada y su apariencia era una mezcla de adolescente que no llegaba al par de décadas de edad. El chico se distinguía de la multitud ya que, a pesar de la violencia de las gotas de agua que se derramaban sobre su rostro y sus prendas, él no se inmutaba...
Su cabello era bastante corto, de un color negro muy, muy oscuro. Tan oscuro como el carbón, o incluso el asfalto pavimentado de la calle. Y siempre le había gustado experimentar con multitud de peinados con crestas, flequillos o la típica raya clásica.Años atrás, siempre había sentido vergüenza al mostrar la frente. Se sentía desnudo y su confianza en sí mismo era prácticamente nula cuando esta parte de su rostro lucía libremente. Aunque los niños nunca le habían hecho burla, es sabido que cada uno de nosotros tenemos debilidad en algo que jamás llegaremos a conocer el porqué. De todas formas, con el paso del tiempo, los cambios en su cuerpo le habían regalado unos rasgos muy definidos en cuanto a la complexión, así como su punteada barbilla y amenazante mandíbula revestida por cierto vello facial descuidado de varios días de boicot a la cuchilla.
Su mirada era rasgada, al igual que sus ojos. De una profundidad inmensa, y un misterio cuyo color grisáceo le hacía honor. Un gris que jugaba con tonos azules y amenazaba de vez en cuando en volverse verde. Sin embargo, a pesar de tanto misticismo, sus ojos eran tan expresivos, que un solo pestañeo no tenía precio en palabras u otros gestos.
Sus labios eran finos pero varias ocasiones habían sido objeto de deseo de adolescentes compañeras, o incluso amigas. Del mismo modo que un niño que realiza una colección de pegatinas, y en su álbum no falta más que uno que probablemente, nunca llegue a conseguir.
Vestía una cazadora de un color claro con una capucha seguidora de las nuevas tendencias de la moda europea, de tal manera que sus deportivas de marca le hacían juego inverso con sus pantalones vaqueros, también de marca conocida.
Sobre su espalda llevaba un maletín más grande que sus hombros, dentro guardaba un proyecto que había presentado en clase de Expresividad.
Alrededor de su cuello, vestía un colgante que terminaba en una cruz latina sobria y plateada, como siempre, de marca, la cual estaba siendo duchada por la tormenta, pues el chico era el único que destacaba de la multitud por no tener prisa en huir de la lluvia, y mucho menos en buscar algo con lo que refugiarse del agua.
A medida que paseaba lentamente por la calle, sus prendas de vestir se iban oscureciendo de tonos más pálidos, y su cuerpo se iba enfriando cada vez más, pero no le importaba... él era feliz.
Se iba mirando su reflejo tembloroso en el agua de los inmensos charcos, un reflejo que siempre le había costado aceptar y con el cual identificarse delante de un espejo.
Su marcha se detuvo cuando comenzó a visualizar el río agitado por el viento, que al igual que lo hacía con el agua, lo hacía con su oscuro pelo.
Se encontraba en uno de los embarcaderos más conocidos de la Villa, la más cercana al Gran Museo, uno de sus lugares favoritos. Apoyado en uno de los muros que separaban la calle del paseo que había a mismo nivel del agua, se quedó perplejo con la mirada perdida, en busca de la torre metálica. Sin llegar a visualizarla, pasó a buscar alguna que otra catedral. Acto seguido decidió empezar a nombrar en su cabeza, cada uno de los puentes que la niebla le permitía visualizar.
A pesar de que el mercurio de los paneles públicos alertaba un número ínfimo de grados centígrados, él no sentía frío, ya que esa escena gris como sus ojos, le hacía feliz...

Su nombre era Fabrice, aunque a él no le importaba demasiado el nombre. Su edad correspondía a apenas diecinueve años, cuyos últimos cinco años, habían sido los años más importantes de su vida. Su madre era natural de Aquitania con abuelos españoles, exiliados en Francia durante la Guerra Civil por simpatizar con la República.
Su padre... nunca tuvo contacto verdaderamente afectivo con su progenitor paterno.

Allí se encontraba él, alumbrado por unas caricias de luz que venían de las farolas de la calle y del Gran Museo. Solo y deleitándose de sus canciones más hermosas que había anteriormente seleccionado para su aparato electrónico.
Fue en ese instante en el que su bolsillo derecho, donde guardaba su teléfono móvil empezó a vibrar. Había recibido un mensaje, y Fabrice ya se imaginaba de quién.
Sin ánimos de sacarlo del bolsillo y presuponiendo el contenido del mismo, comenzó a despertar de su sobrio sueño y a volver a caminar. Tenía aún cosas por hacer
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... [ SCNS ] ...

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